Imago mundi, speculum mundi.
He empezado varias veces este escrito. A lo mejor porque sentía que había muchas cosas por decir, y no sabía bien por dónde empezar. Le he dado clase a la mitad de bachillerato. A algunos los acompañé en su viaje a Canadá. Otros piensan que soy el hermanito de Pedro Caballero. Hay unos que creen, todavía hoy, que soy profesor de sociales. Y están también los que no tienen idea de quién les está hablando. Mejor.
Acudo a sus maestros de Español porque considero que esta clase debe ser, ante todo, un espacio de reflexión crítica. Es decir, de ver nuestro reflejo a la luz de las preguntas, para interpretar y juzgar lo que sucede a nuestro alrededor. También, porque considero que las palabras poseen un poder insospechado, y que hay cierta realidad en ellas que nos sobrepasa. Tienen la posibilidad de crear o destruir. Tienen la facultad mágica de otorgarnos aquello a lo que llamamos conciencia. Y es a ésa, justamente, a la que quiero apelar. Es a ella a la que invoco, en cada uno de ustedes, a través de estas breves palabras.
Vayamos, pues, cogidos de la baranda. Hagamos, primero, una introducción. Porque todos ustedes saben que hay que hacer una introducción. Estamos en un mundo, sin embargo, en el que no hay muchas introducciones. Nos vemos obligados a entrar en él así, de repente, de sopetón. Nadie se detiene, siquiera un momento, en los motivos, las causas o las razones. Todo es violento y repentino. Quizá un ejemplo clarísimo sean las redes sociales. Piensen ustedes en el número de noticias, videos, “memes”, fotografías, estados, twits, comentarios, publicaciones, chats, que en breves segundos pasan frente a sus ojos, y en breves segundos replican ustedes mismos, para que otros ojos los vean. Todo sucede de manera inmediata. Nadie se preocupa en considerar el impacto de sus palabras. Hemos eliminado, en gran medida, la interacción sin pantallas. Hemos bloqueado los placeres de la conversación. Hemos aislado al otro. Y esto, sin duda, ha generado unas consecuencias notables. Miremos el 2016, año oscuro para el mundo, ejemplo perfecto del fracaso de las democracias actuales. El discurso político mundial se hizo notar en grandes elecciones, que tuvieron en común un desenlace nefasto: el triunfo del odio. Y el odio asume múltiples facetas. Pero quisiera que lo consideráramos aquí como la anulación absoluta del otro, al que no se reconoce como un alguien que tiene una voz. Se le amputa la lengua y se le quita la palabra, y ese otro pasa a ser un objeto que, también, puede asumir miles de caras, desde los inmigrantes musulmanes en Estados Unidos, hasta los guerrilleros de las selvas colombianas. Ambos casos pasaron de ser personas reales, vivas, a ser el objeto que condensaba el odio de todo un país. Despojados de su humanidad. Sus rostros, de carne y hueso, se transfiguraron en titulares malintencionados, opiniones disociadoras, y una retahíla de adjetivos venenosos. La palabra “NO” ha quedado grabada en la memoria de Colombia después de aquel 2 de octubre, como una pequeña síntesis de lo que ha sido su historia siempre: un grito inacabable que exclama “Tú NO puedes hablar aquí”, “Tú NO eres nadie, ni mereces nada”, “Tú NO vas a hacer parte de nosotros, pero te ajustas a lo que YO decida por ti”. E importó más ese odio, esa imposibilidad de deshacernos de nuestros prejuicios, que las vidas reales de estas personas, y las de miles de colombianos que tendrían la posibilidad real (de nuevo) de vivir en paz. Porque las palabras son reales, y modifican la realidad. Eso era lo de menos, puesto que ese otro no importa. Importa comentar en Facebook.
Con esto no pretendo decir que todo es culpa de las redes sociales (aunque si algo quedó claro fue la enorme responsabilidad que tuvieron en la desinformación generalizada del pueblo). Esto es simplemente uno de los tantos síntomas de una situación global, que por supuesto, no es culpa de ustedes. Pero sí es nuestro deber preguntarnos: ¿Cómo nos corresponde a nosotros asumir estos problemas?… el problema aquí se resume en cómo vemos y entendemos al otro. Si nos preguntamos por qué piensa lo que piensa, o por qué dice lo que dice. Por qué. Si nos ubicamos, así sea por un instante, en su situación, aunque implique un ejercicio difícil. Pero basta de introducciones, ya salimos de eso. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?, se preguntarán. En efecto, ¿dónde queda en todo esto nuestro Gimnasio Moderno, alcázar de ilusión? Varias son las cosas que podría mencionar, pero me referiré a una sola, quizá por ser la más reciente.
He leído la última edición de El Aguilucho. Y debo decir que, contrario a lo que esperaba, me ha sorprendido. Hacía mucho no sentía tanto gusto al leer nuestra revista. He visto textos muy buenos. Pero lo que me sorprendió verdaderamente fue ver la cantidad de estudiantes que están publicando porque les interesa, y que se preguntan por asuntos complejos, que cuestionan desde sus posibilidades aquello que perciben como problemático. Eso me parece de destacar. Y es, en realidad, a esos estudiantes a los que primero me quiero dirigir: hay que seguir escribiendo, seguir pensando en las cosas que merecen ser pensadas, como nuestra identidad, la manera en que nos referimos a nosotros mismos y a nuestras tradiciones. Los felicito por su valentía y su ejercicio de autonomía. Quiero darle las gracias a estudiantes como Nicolás Gärtner, Adolfo Rey, Pablo Ceballos, José M. Montoya Kent, Tomás Ramírez, Sebastián Hoyos, Juan Felipe Apráez, Alfonso García, Felipe Bayona; gracias por demostrar que sí se puede escribir para una revista de calidad, de forma pulida y responsable. Son ustedes los que me motivan a escribir este texto.
Comparen ustedes, queridos gimnasianos del bachillerato, dos secciones tan distintas como son “El Palomar” y el último texto de “Gimnasianas”, con el resto de la revista. Comparen cómo, mientras en una prima la burla (no el humor, la burla), en la otra prima la intención genuina de cuestionar (en el sentido de “preguntarnos por”). ¿Por qué hay unos que son capaces de decir lo que piensan, sin tapujos y de manera respetuosa, usando su propio nombre, mientras hay otros cuya única intención es hacer daño, al tiempo que se esconden, mezquinamente, tras la cómoda y vergonzosa máscara del anonimato?… ¿Cuál de las dos aporta más a la construcción de una comunidad sólida?… Pregúntenselo.
Hay quienes piensan que El Palomar es simplemente la expresión de la libertad en el campus del colegio, libertad de prensa, libertad de palabra. Sin embargo, las libertades individuales acaban donde se encuentran con otras. El límite está en el otro, y ese límite existe y debe existir, así no lo queramos ver. ¿No radica la disciplina de confianza en el reconocimiento de ese límite, pero sin la necesidad de que me lo digan?… No lo sé. Lo que sí sé es que esta lucha por invisibilizar al otro ha permeado todas las esferas de nuestra sociedad, incluyendo al Gimnasio, y por ello no se percibe en el otro un límite, el límite natural de la vida y la dignidad humana, de saber que no se puede pasar por encima de las personas así como así, como si se tratase de un meme o de un GIF. Hay vidas detrás de los nombres que escribimos. No sé en qué momento se confundió la libertad de expresión, con la humillación y las ganas de destruir al otro. Pero si ese límite se ha roto o se ha perdido, es mi responsabilidad moral, como educador, traerlo a la luz. Y decir: ojo.
Hemos llegado al punto en que hay unos pocos que dictaminan quiénes hacen parte o no del Gimnasio Moderno. Por ejemplo, se rumora por ahí que hay secciones que no pertenecen al colegio. Y yo creo que tal vez eso puede ser cierto. De hecho, me gusta que así sea. Pero la verdadera pregunta sería, ¿de qué Gimnasio Moderno estamos hablando?, ¿del que describe El Palomar?, ¿o la carta anónima del “autodenominado” (para usar palabras de la prensa internacional) “Movimiento MJR”?, porque de ser así ¡Gloria a Dios! ¡Hosanna en las alturas! ¡Qué alivio no pertenecer a ése Gimnasio Moderno! Resulta algo curioso que sólo unos cuantos hagan parte. El Gimnasio Moderno se reduce, según lo que se puede deducir en esos textos, a lo siguiente: uno que otro estudiante de la Banda (no vaya usted a creer que todos), los comités y los deportistas (pero los que juegan fútbol eso sí, no exageremos)… Bueno, ya estuvo bien. Creo que me pasé (¡no vaya y sea que aparezca en el próximo Palomar!). Analicemos, con algo de detalle, esta situación… aunque, esperen… ¿acaso no seguimos hablando de lo mismo? ¡Ah, sí!, ese cuentico sobre el otro, sí sí, el que no importa. El modelo social de un país que le dijo NO a la integración de todos como nación, se evidencia en el modelo social de un colegio que le dice NO a lo que no cabe en su definición de “gimnasianidad”. Sé que es fuerte lo que estoy diciendo, pero siento que es necesario que nos digamos con fuerza ciertas cosas. Colombia ha sido ejemplo claro a lo largo de su historia de lo que implica la aniquilación del que piensa diferente, y el Gimnasio Moderno, el que se percibe en las líneas del Palomar y de MJR, se ha atribuido la facultad de decidir quién es y quién no es gimnasiano (y si tiene alguna duda, lo invito a realizar la maravillosa encuesta que ofrecen, que esa sí se lo dice ahí mismito). ¿Será que nos hemos vuelto una versión miniatura del país que tanto hemos criticado, pero del que casi no hemos leído?… Pues ya hasta fuerzas revolucionarias tenemos, ¡todo un “Movimiento” subversivo!, las famosas “Mujeres Judías Rameras” MJR (que no sé si es que se relacionan mucho con mujeres hebreas dedicadas a la prostitución, o si simplemente les gusta ser incorrectos porque sí, porque es chévere decirle ramera o perra a una mujer, incluyendo a sus propias amigas, cuyos nombres publican sin ningún problema).
El punto es (¡por fin!) que hemos generado una cultura excluyente. Pero creo que tenemos, también, las herramientas para transformarnos a nosotros mismos. La gimnasianidad no puede ser solamente lo que determinan algunos, y no puede ser que los niños crean desde pequeños que la única forma de pertenecer al colegio sea entrando a la Banda o gritando barras ofensivas en la Tradición, o creer que no existen normas y acuerdos. Considero que la gimnasianidad es, fundamentalmente, diversa. Y la diversidad implica, por naturaleza, al otro, sea el que sea. Yo no jugué la Tradición, ni pertenecí a la Banda, ni pertenecí a los comités, incluso decidí no pertenecer al Aguilucho (que era, quizá, el lugar que más se relacionaba con mis intereses), por el simple y llano hecho de que existiese una sección como El Palomar. Pero me siento profundamente gimnasiano, hasta los huesos. Porque lo que más le agradezco a este colegio (que es eso, un colegio), es el haberme enseñado a pensar. En él descubrí la literatura, en sus clases, en sus bibliotecas, en los amigos. Amigos que quiero muchísimo. Ahora bien, que eso lo haga el mejor colegio del mundo, y me haga “entender la envidia” de todo aquel que no estudia acá, tampoco. No nos inflemos tanto. Eso que llamamos “ser gimnasiano” no es otra cosa que ser, en esencia, una buena persona, punto. Pero entonces seámoslo.
No quiero que esto se lea como un discurso anti-banda, o anti-comités. De hecho comparto el valor de esos espacios. Hay muchos estudiantes que están en la Banda a los que quiero enormemente (y ellos lo saben), y varios de mis mejores estudiantes han pasado por los comités (aprovecho para agradecerles, de verdad, el gesto tan especial que tuvieron con los profesores en el día del maestro). Si de algo pueden tildarse estas palabras, es de ir en contra del odio. De la exclusión. Del hacer de cuenta que el otro no existe. Del Palomar y MJR, que son, en últimas, lo que sintetiza todo lo que encuentro mal en el mundo, y lo digo así, de frente. Este humilde (¡humildísimo!) profesorcito, que tanta hambre y envidia siente (pobre hombre, ¡Jesús bendito!, acuérdate de él). Y con esto tampoco estoy diciendo que no lean lo que ahí se dice. Al contrario, léanlo, juzguen ustedes mismos, y díganme si lo que ahí sale es en algo constructivo, o si todo lo que digo aquí es completamente equivocado. Y lean también los textos de los autores que mencioné, y comparen. Lean la entrevista al vicerrector, lean el texto que escribe Nicolás Hernández (exalumno de la 2015), lean los cuentos y los poemas, el homenaje a Ember Estefenn, las entrevistas a los guerrilleros, los artículos de opinión, en fin. En otras palabras, lean el otro 90% de El Aguilucho, que es muy bueno. Y de nuevo, comparen.
Tal vez, ya para ir concluyendo (¿por fin…?), lo que quiero decirles es que tenemos en nuestras manos un compromiso inmenso. Todos. Por hacer de este colegio lo mejor posible, y no lo peor posible. Tal vez, esto sea un mensaje de respaldo a todos esos estudiantes que sienten que están haciendo las cosas bien, a conciencia, que reconocen al otro como una persona y la escuchan, que se preocupan por expandir su mente, por cultivar el cuerpo y el espíritu, en las clases, en el recreo, en las excursiones, en la Banda, en los equipos deportivos, en los grupos de estudio. Asumamos nuestros errores como comunidad. Cuestionemos. Debatamos. Pero no usemos el discurso para agredir a las personas. Todos tenemos el derecho a expresar nuestras inquietudes, a forjar una visión crítica, pero no nos podemos atribuir el derecho de pisotear al otro, o a todo aquel que piensa diferente a mí. No caigamos en la trampa (tan uribista) de creer que todo el que no está conmigo, está contra mí. De creer que todo lo que no sale como yo quiero, no sirve. Dejemos de inventarnos enemigos comunes donde no los hay. Empecemos por cambiar la imagen que tenemos de nosotros mismos, y que hemos perpetuado a través de las tradiciones. ¿Qué es una tradición?, la necesidad de traer una costumbre del pasado para legitimar el estado del presente. Si El Palomar se ha convertido en una tradición, ¿no cabría preguntarse si vale la pena perpetuar algo que legitima el odio y la humillación?, y asimismo, ¿no valdría la pena preguntarse cuántas tradiciones, que consideramos “muy gimnasianas”, causan más daño que beneficio?… Seguir una tradición, por seguirla, sin revisarla constantemente, es un peligro demasiado grande, porque llega el momento en que se normaliza y las cosas en ella que pudieran ser en suma nocivas, ya no se van a detectar. La violencia, como lo han planteado múltiples pensadores, no solamente es física; la violencia también es simbólica, y está en las palabras, en el discurso. E inicia al descalificar al que piensa diferente. No perpetuemos la más triste de las tradiciones colombianas. No más odio. Tenemos, como sociedad, una deuda histórica. Con ese otro al que nunca nos hemos dado el tiempo de escuchar, de entender. Que sea esta también una oportunidad para que revisemos la manera en que nos referimos a las mujeres, a los homosexuales, a los que no comparten nuestra condición social. Las palabras que usamos. Los imaginarios que perpetuamos.
La paz, si es que la estamos buscando, no la vamos a encontrar en modelos perfectamente delimitados, en marcos jurídicos impecables, en acuerdos con cláusulas imborrables. La paz está en los pequeños detalles, a veces minúsculos, que constituyen nuestro diario convivir sobre la tierra. Está en la manera en que cada hombre lee e interpreta el mundo. Esa imagen que tenemos, es la que reflejamos. Y eso es algo que tenemos considerar seriamente. Nos hemos tomado demasiado en serio ése viejo cuentico (que ya de tanto oírlo me sabe a cachito), que dice que como gimnasianos “no hay que tomarse las cosas demasiado en serio”. Yo no podría estar en mayor desacuerdo. Ahí está nuestro error. Como gimnasianos y como colombianos. Coger una plata que no es mía, es un asunto serio. En el comité o en el Congreso. Vulnerar y destruir las vidas de los otros, es un asunto serio. Hacer lo que esté a mi alcance para pasar por encima del otro, por imponer mi punto de vista, es un asunto serio. Humillar y querer que el otro sufra, es un asunto serio. Esta reflexión, si se dan cuenta, va más allá de lo que sucede con El Aguilucho. Hay que pensar más allá de los pinos.
Firmo este escrito como me enseñaron que debía hacerse todo en este colegio, y como creo que debe hacerse siempre en la vida: con nombre propio, sin anonimatos cobardes.
Con el más sincero afecto por todos ustedes,
Felipe Gutiérrez Franco
Un profesor – Gimnasio Moderno. Bogotá, mayo de 2017.