En la misma carta en que el Consejo Superior y el rector del Gimnasio me comunicaban la honrosa condecoración que hoy recibimos, conocí los nombres de los otros dos agraciados con la Gran Medalla Agustín Nieto Caballero. Sabía, por supuesto, que José Alejandro Cortés es un empresario serio y solidario, y que Felipe Guhl es un gran científico, heredero de una admirable tradición familiar.
Pero quise saber cómo fueron ellos en sus tiempos gimnasianos. Para averiguarlo, acudí a la mejor fuente: El Aguilucho. La revista escolar más antigua de Colombia, fundada en 1927 por Eduardo Caballero Calderón. Allí descubrí que ‘Josealejo’, bachiller de 1948, profesaba una curiosa afición por los elementos químicos, y le encantaban -cito textualmente-: “el estroncio, el minio, el litargirio” y toda la extraña cofradía de nombres químicos. Tenía ya entonces fama de buen tenista, y ojo -secreto importante- tomaba dos botellas diarias de leche. La biografía remataba afirmando que sus amigos lo llaman cariñosamente ‘Crótatas’.
En cuanto a Felipe Guhl, que se graduó en 1968, El Aguilucho aplaudía su facilidad para las matemáticas difíciles y el chiste fácil. La revista consigna un momento poco feliz, en que Guhl quiso tomarle el pelo al ‘Prof’ Bein con una pregunta supuesta-mente ingenua: «¿Qué hay debajo de la arena del desierto, ‘Prof’? A lo cual éste, que conocía bien al alumno, le respondió: «Más arena, señor Guhl». En la biografía de Felipe aparece un puñado de apodos entre los cuales se incluyen: ‘Míster’, ‘Injertito’, y, quién lo diría: ‘Richard Burton’.
He acudido a los archivos de nuestra revista porque si alguien quiere saber cómo es el Gimnasio, debe mirar las biografías de El Aguilucho, escritas por los compañeros de bachilleres con ese humor cordial y guasón que reina entre camaradas. Recomiendo, además, poner atención a los apodos. Mientras otras instituciones escolares prohíben terminantemente el empleo de sobrenombres, en el Gimnasio ellos son parte de la identidad. Una especie de agua bautismal que gotea sobre alumnos, profesores, y personal administrativo.
Hay apodos que circulan de generación en generación, como los ‘Picas’, los ‘Nutrias’, los ‘Pingüas’ o los ‘Pájaros’. Los sobrenombres se dispensan aquí sin concesiones a la corrección política. Conozco un narigón apodado ‘La Bruja’, un alumno de baja estatura motejado ‘Pildorita’, y otro de tez morena a quien, por ironía, sus amigos denominaban ‘Panucha’, en recuerdo de aquellas blancas empanadas de arequipe que vendían ‘Carebollo’ y ‘Carebolla’, inolvidables proveedores de dulces y paletas.
Es posible que el Presidente Juan Manuel Santos, hijo de gimnasiano, no lo sepa. Pero entre sus colaboradores hay varios exalumnos. Puedo mencionarle, por ejemplo, a ‘Boliqueso’ y ‘Carelupa’.
Los remoquetes gimnasianos han creado un curioso zoológico, donde un topo enseñaba geometría, un pato enseñaba inglés, una chiva era hermana de un mosco, un gato era condiscípulo de una pulga y un ovejo llegó a la rectoría. Y hablando de rectoría, la estatua del ‘Prof’ Bein que se levanta entre el edificio de la Facultad y el de la Primaria lleva una inscripción latina que no contiene su nombre, sino su apodo: Meus. «Meus gimnasianum sempiternum est».
Los motes son síntomas de algo esencial en el Gimnasio: El sentido del humor. El humor gimnasiano emana de la disciplina de confianza y el ambiente espontáneo de esta casa de estudios de la cual salimos adolescentes, pero en realidad nunca nos vamos. Quienes la orientan conocen la trascendencia de la sonrisa. Saben que además de ser una excelente herramienta pedagógica, el humor une, libera, iguala. El humor es democrático y sólo florece en climas de tolerancia. El humor es escéptico, duda, no traga entero. La sociedad que renuncia a reír renuncia a la crítica. Los dirigentes que no conocen la risa difícil-mente podrán defender la libertad.
El humor, pues, es otra institución típica del Gimnasio, y lo ha sido a lo largo de cien años. No es casualidad que en estas aulas se hayan formado algunos compatriotas que sobresalieron por su humor, como Lucas Caballero, ‘Klim’; Alfredo Iriarte, Fernando González Pacheco, Antonio Caballero -cuyas caricaturas aparecieron por primera vez en El Aguilucho- y el columnista que firma la última página de Semana.
Acertó en su diagnóstico Nicolás Gómez Dávila, aquel filósofo a quien veíamos caminar por la acera de la Carrera Once todas las mañanas, elegantísimo y cabizbajo, y cuyos hijos estudiaban en el colegio, cuando dijo: «Con buen humor y pesimismo no es posible equivocarse ni aburrirse». Intentando no equivocarme ni aburrirlos, he querido señalar el humor gimnasiano como parte de ese espíritu cuyas virtudes han destacado hoy oradores mucho más aplicados que yo.
Les confesaré que a lo largo de doce de los trece años en el Gimnasio jamás recibí premio alguno, ni figuré en las listas de honores. Tuve 39 opciones de ser candidato y perdí 38. Pero el Copa del Excursionismo que me dispensaron el año en que terminé estudios, supongo que por error o cortesía, me permitió anotar un gol de último minuto. Entenderán, pues, mi sorpresa cuando recibí la notificación oficial de que mi nombre había sido escogido entre los tres exalumnos que querían señalar el Consejo Superior y la rectoría con motivo al Centenario del colegio. Mi pasmo y mi agradecimiento aumentaron al ver los ilustres compañeros que forman parte de este trío privilegiado. En mi caso, es un honor que recompensa el único mérito que atino a descubrir y que no es otro que el de profesar un cariño profundo por el Gimnasio, intentar comportarme a la altura de los valores que aquí conocí y expresar siempre mi gratitud por los mejores años de mi vida, que, a pesar de los exámenes y las mañanas lluviosas, transcurrieron en estos edificios, en esta raqueta y en estos prados.