El Gimnasio Moderno fue la primera institución educativa que en Colombia se orientó bajo los preceptos de la pedagogía activa, y una de las pioneras en América Latina. La Escuela Activa, o Escuela Nueva, como se le conocería a todo el movimiento que desde el Gimnasio se irradiaba, se alimentaba de un principio luminoso: los niños son interlocutores válidos en el proceso de enseñanza, y por lo tanto, la escuela toda está en el deber de respetar y valorar su singularidad; en una palabra, son personas, no pequeños seres a los que hay que domesticar. La oposición contra la memorización, la desconfianza en los textos escolares, empezó a dar paso a una atmósfera de diálogo abierto, convertida en un hermoso método de aprendizaje, que iba desde los juegos montessorianos a las actividades del Decroly, para llegar a las charlas adultas con el rector y los profesores de la secundaria. Una disciplina basada en la confianza y la autonomía, la imagen de un maestro bondadoso y culto, que se acercara al alma de sus discípulos, cambió para siempre el énfasis de la enseñanza, dejando que un montón de aire libre se tomara el aula de clase. Que los alumnos aprendan a confiar en nosotros y nosotros aprendamos a confiar en ellos: he ahí nuestra guía. Nosotros confiamos en la bondad de sus propósitos y ellos confían en la rectitud de nuestras decisiones: he ahí nuestro norte.
La intención inicial de Don Agustín Nieto Caballero, como ya dijimos, luego de su retorno al país, era colaborar con el gobierno conservador en una reforma de la instrucción pública, fundando una escuela experimental de maestros, donde se formara en ella el magisterio en los nuevos métodos. No obstante, el mismo Presidente de la República lo disuadió, recomendándole la creación de una institución privada, que evitara las resistencias de la Iglesia a que se rompiera el modelo católico de educación pública, y sus temores sobre los efectos que esto podría traer para la armonía política del país, que apenas se reponía de un siglo de revoluciones, y que había logrado una paz que deseaba mantener a toda costa. Era preciso entonces, convocar a un grupo de amigos alejados de las pugnas partidistas, quienes en su mayoría fueron los miembros de la llamada Generación del Centenario, descrita por Rafael Bernal Jiménez, como combativa, romántica y brillante, individualista y democrática en política, positivista en filosofía, y parnasiana y enfática en literatura.
Pero regresemos a los principios del Gimnasio, los cuales, desde luego, se confundían con los de sus fundadores -como vimos en apartado anterior- personificados sin duda en la figura de Agustín Nieto Caballero. Sin embargo, más allá de esa coincidencia natural, los principios que inspiraron al Gimnasio tenían una clara superioridad sobre las personas, justamente porque éstas supieron dársela. No podía ser de otra manera, pues se trataba de una empresa espiritual y, por eso mismo, intemporal. Los ideales gimnasianos parecen haber sido postulados ayer por la tarde, y la obra del Gimnasio, con ya casi un siglo de existencia, es, gracias justamente a esa visión histórica que nuestros fundadores supieron darle a nuestros ideales, más actual y pertinente que nunca.
La formación humanística de todos ellos, y en especial la de Don Agustín, incidieron en el desarrollo de una concepción más poética de la educación. El Gimnasio Moderno se concibió como un proyecto altruista y filantrópico, que pusiera el énfasis en la dimensión sociopolítica de la escuela, que privilegiara, en últimas, la acción y los resultados pedagógicos por encima de la teorización vana y el rigor académico tan frecuentemente vacío y tortuoso. El Gimnasio se fundó para ver nacer entre nosotros una nueva aristocracia, la de la hombría de bien, la de la rectitud y el decoro, la del amor por Colombia. El discurso del Gimnasio Moderno, más literario que científico, supo distinguir desde sus orígenes, que el primer obstáculo de un estudiante para reconocer su propio espíritu, era dejar atrás la academia estéril, la de no permitir que sus muros colosales se le vinieran encima y terminaran por inmovilizarlo. Porque en muchos casos, hoy como a principios del siglo pasado, la academia la han acabado convirtiendo en ladrillos que se desploman en la cabeza de los estudiantes, y que los convierten en damnificados que apenas pueden salir de las aulas para sacudirse el polvo de los hombros y volver a empezar.
Pero en el principio las cosas no fueron así. Durante los griegos, el asunto era mucho más sencillo: un hombre, interesado en algún tema, se sentaba bajo un árbol de cualquier parque o un pórtico de cualquier esquina para hablar de sus descubrimientos; algunos oyentes desprevenidos se acercaban para oírlo; lo rodeaban en desorden y en silencio, y si la charla no les atraía, se retiraban con el mismo impulso con el que habían llegado.
Por culpa de nuestro proyecto de la razón, el parque se convirtió en salón, el árbol en un tablero y el pórtico en un muro. Por su parte, el hombre que contaba historias se convirtió en un amenazante profesor, y los desprevenidos oyentes, en alumnos a los que hay que vigilar. El maestro entra al aula, se para en frente de los pupitres y ordena alinearlos, cuadricula un espacio que en sus orígenes era libre y abierto. Sometidos al esquema de hileras, los estudiantes tienen que aprender los hábitos recorriendo el intrincado camino de la enseñanza, antes que disfrutar el placer de la actividad para interiorizarlos. Nuestra escuela es un jardín. Una casa. Una pequeña sociedad. Una ventana al mundo y a nosotros mismos. La información no nos cae encima, nos ayuda a pulir el alma, es una substancia que trata de abarcar las estrías del espíritu y no sólo las del cerebro. Aunque, a veces, todo hay que decirlo, la información nos cae encima. Aunque, a veces, todo hay que decirlo, el Gimnasio no nos gusta tanto, por eso justamente, es que volvemos a quererlo.
Por eso, el compromiso del Gimnasio Moderno, a lo largo de su historia, ha sido apartarse de esos esquemas de educación hechos de yeso, en los que la instrucción está por encima de la educación. En el Gimnasio Moderno, la educación lleva de la mano a la instrucción. Se trata de hacer un colegio diferente. Se trata de hacer un colegio en el que a sus maestros les obsesione, antes que crear análisis, causar asombro. En el que quede claro que es más importante seducir que imponer, acompañar que vigilar, estimular que amenazar, evaluar que calificar. En el que sus profesores se llamen profesores porque profesan, pero sobre todo porque promueven y ejercen su autoridad sobre sus estudiantes y nunca su poder. Un colegio, en fin, en el que se entienda que lo valioso es crear apetito y no obligar a comer. Porque los procesos de aprendizaje no deben obligarse sino inspirarse, y un alumno aprende de verdad si lo hace desde su propia hambre. No se trata de doblegarlo ante un texto para que cite, para que ejercite su memoria -al final para el olvido-, porque a nadie le interesa conocer la respuesta de algo que jamás se ha preguntado. El verdadero maestro, al modo del iluminado Sócrates, es el que, en lugar de dar respuestas, tiene la capacidad de crear preguntas, de provocar preguntas, de fomentar la bienhechora indisciplina del espíritu crítico.
Se trata de hacer un colegio en el que quede claro que es más importante la duda que la certeza. Un colegio que dialogue en lugar de regañar. Y que en lugar de prohibir, recomiende. No se trata de mucho más que eso. Que no es poco. La disciplina, que es un asunto esencial para toda la vida, entendida como posibilidad permanente, está a su vez enmarcada ella misma dentro de ciertos límites que no es posible transgredir, para que justamente no se autodestruya. Ocurre, eso sí, en nuestro ideario, que el universo moral que traen consigo las formulaciones disciplinarias, está para nuestro caso, racionalizado, es decir, puesto en cuestión, y por tanto, en permanente movimiento. Es absurdo que no existan reglas, pero quizás lo es aún más que todo esté reglado. Dicho en otras palabras, se trata de hacer un colegio liberal en sentido amplio, esto es, en el sentido en que su visión del mundo es la libertad, porque, como diría el filósofo, el hombre sólo es hombre cuando está en posesión de su destino, es decir, cuando es libre.
Y gracias a esta concepción de la disciplina como fundamento de la formación para la convivencia democrática, es que el Gimnasio Moderno permite y alimenta espacios de participación muy amplios, en un espectro que va desde la organización de comités para sacar adelante proyectos deportivos y culturales, como bazares, revistas, o hasta crear una red nacional de jóvenes por la paz y la convivencia. Un concepto social y esencialmente nacional informa nuestro ideal educativo. Preciso es dar a la educación un carácter de eficacia social; desarrollar plenamente al individuo no como una unidad aislada que ha de brillar por su superioridad, sino como miembro de una comunidad que ha de enaltecer. Es por esa razón que para nosotros esto no son simples actividades las que los estudiantes organizan por la vía de sus propios comités. Son proyectos pedagógicos tan importantes como aprobar cualquier asignatura. Se trata, en fin. de educar; no sólo de instruir.
Y se trata de educar, como un acto de vida. Por eso venir al Gimnasio es un placer contagioso. No hace falta sino apenas un corto tiempo para descubrir que aquí hay una manera muy personal de entender las cosas que, sin embargo, nunca se ha sentido ni mejor ni peor que ninguna otra. Aquí, en el Gimnasio, fuimos y somos felices. Quizás sea esa la razón de que sintamos que nunca nos hemos ido. Que nunca nos iremos. Porque el Gimnasio guarda, secretamente, la mejor parte de las vidas de quienes por él hemos pasado. Porque educar no es un asunto importante sino urgente. La educación no sirve para sobresalir en la superficie, sino para no hundirnos en las profundidades; no establecemos una relación con ella porque nos guste, sino porque la necesitamos: necesitamos de la educación para no morirnos de angustia, para soportar, si hubiese que hacerlo, el peso de la vida, la soledad de una habitación, la carga de nuestros muertos, de nuestras derrotas. Y para glorificar lo que somos. Por eso y por sobre todas las cosas, el Gimnasio Moderno se fundó para que los niños y los jóvenes que lo pueblen sean felices. Porque investigar, descubrir el mundo, hacer los mejores amigos de la vida, aprender a leer, a escribir, a formarse hábitos, ser un hombre bueno, un buen ciudadano, justo, que se muera de amor por su país, no es otra cosa distinta que la felicidad. Por eso aquí las clases también suceden afuera del aula. Por eso la academia entre nosotros no es sino un pretexto para que la vida pase y nos reconozcamos en ella y pueda salir de mí hacia los otros.
Por eso aquí intentamos educar todos los sentidos, y descubrir un mensaje en el aprendizaje de la herencia cultural de los hombres, antes que una fecha estéril o un nombre que no nombra nada. Se trata de que los alumnos salgan de las aulas impregnados de un cierto espíritu subversivo, que les permita ser, como dijo el poeta Ángel Marcel, peces que naden en contra de las órdenes fluviales; que salgan de las aulas llenos de sentido social, de solidaridad antes que de la compulsión por competir, que sean personas autónomas y limpias, que no pierdan jamás lo que Octavio Paz llamaba el olvidado asombro de estar vivos.
Mientras las vértebras de las personas se convierten lentamente en número; mientras el ser humano se transforma en su salario y pasa a ser el número de su cédula, mientras el hombre va de una cifra a otra y salta de salario en salario hasta la tumba, se trata de hacer un colegio en el que los alumnos no se preocupen sólo por la geografía de sus cerebros, sino también por sus valores, por sus sentidos y sus sentimientos, por recibir el mundo y mejorarlo. Nadie se educa sólo para sí mismo, si es que verdaderamente se educa. Es en relación con la dimensión social y política del individuo que cobra sentido el proyecto ético de la escuela. Ética y estética se fusionan en nuestro proyecto educativo. Ética quiere decir reflexión permanente sobre la moral, y en particular, sobre la moral entendida como acción sobre lo social. Estética es la forma de valorar y expresar esa reflexión, y por tanto, esa acción.
Nuestros ideales tienen, entonces, la mansa pretensión de ser intemporales, porque nuestros estudiantes ven en ellos la lección de dignidad que les impide hacer lo que les dé la gana, pero que los invita siempre a hacer lo que quieran. Lo primero tiene que ver con unos límites que no pueden ser franqueados y que frenan al deseo para preservar la convivencia. Lo segundo tiene que ver con la construcción moral de mis propios límites, de mi visión de mundo, de mi papel en esta vida, y para esto, lo único que necesito es hacerme caso. Por eso nuestros ideales invitan y permiten que lo anterior ocurra. Por eso nuestros estudiantes no tienen más remedio que ser libres para que el aire no se les haga irrespirable. Que no anden uniformados, pero que sepan llevar un uniforme si es preciso. Que no sean mecánicos en sus gestos ni en su corazón. Y en cuanto a éste último, que lo arriesguen cada vez que sea menester. Que a veces (no siempre, pero sí a veces) sean desordenados y vehementes, incluso irreverentes, iconoclastas, obstinados: faltaba más que en el mundo uno tampoco pudiera ser así.
Se trata de hacer un colegio en el que los alumnos no se parezcan a nadie sino a ellos; y en el que no alcancen más altura que la de sí mismos. Que no se mimeticen. Y en el que si les hubiera tocado el tiempo de Jesús, para poner un sólo ejemplo, protestaran por la injusticia que se cometiera aunque estuviese escrita. Que no parezcan números. Que no terminen por ser lamentables pupitres frente a un tablero, rígidos ladrillos de un muro que no permite manchas de humedad, ni grietas decorosas, ni flores amarillas que estallen de repente sobre cualquier cimiento derrotado.
Se trata de hacer un colegio en el que los alumnos salgan llenos de sí mismos, para que entonces puedan cumplir con su papel como sujetos sociales.
No se trata de masticar muchas teorías. Apenas se trata de ser capaces de recrear algo que ya estaba inventado, y de hacer un colegio que recupere la semilla de la academia, el valor del conocimiento cuando tiene sentido, y deseche sus excesos. El Gimnasio Moderno es un ambiente educativo. Aquí todo enseña. Todo es una ocasión de aprendizaje. Nuestra arquitectura se parece, como dos hermanas, a nuestra pedagogía. Mientras la una es dulce, la otra también. Mientras la una carece de barroquismos innecesarios, la otra también, y además se expande con una sencillez increíble. Los espacios, abiertos y en permanente perspectiva, evocan la construcción consensuada de los límites, de los límites que permitan libertades.
Un colegio en donde los alumnos encuentran enseñanzas en un árbol, ése es el nuestro, y donde llamen útil a lo que les genere felicidad y no utilidades. Un colegio que no se convierta para ellos en un drama más, en lugar de ayudarles a resolver los que ya tienen. No se trata de mucho más que eso. Que no sea los escombros de una escuela ante la cual sólo queda la salida decorosa y valiente que el poeta Álvaro Mutis le ofreciera al rector de su colegio, cuando éste le increpó por su decisión de salirse: “me salgo porque quiero empezar a aprender”.
Estos son nuestros ideales. Los que queremos. Los que no siempre alcanzamos. Los que nos aguardan. Los que seguirán existiendo a pesar de nuestros tumbos por alcanzarles. No importa. Ellos dan sentido a nuestra existencia.